La temeraria decisión que tomó Óscar Valdez de pelear contra el inglés Scott Quigg, concediéndole ventajas que en el pugilismo suelen resultar de fatales consecuencias con lesiones irreversibles, debe dejarle un aprendizaje al peleador mexicano quien no está exento de que una situación similar se cruce de nueva cuenta por su exitosa carrera.
La principal será no exponerse, en lo sucesivo, a una contienda tan desnivelada en la romana más no en las cualidades técnicas.
Valdez bajó del cuadrilátero el sábado pasado en el StubHub Center de Carson (California) con una victoria, pero también con un pase de ingreso directo al Hospital para ser atendido de una fractura en la quijada como consecuencia de aquellos mortales derechazos del británico que ante la desigualdad de peso, le sacó el provecho suficiente para castigar a un Óscar que nunca antes había sido maltratado de la forma como sucedió esa noche.
Quigg no registró el tope de la división de peso pluma para aspirar a arrebatarle el cinturón avalado por la OMB al ex olímpico, y su irresponsabilidad puso en riesgo toda una cartelera y toda una costosa inversión de la empresa Top Rank. Los minutos y horas subsecuentes al fallido intento por marcar el límite estuvieron precedidos de labores de negociación con el equipo del mexicano, quien terminó aceptando términos y condiciones aún sabiendo que sería un choque desigual por las diferencias de tonelaje.
Óscar le apostó más a su corazón de guerrero que a una lógica en la que sabía que estaba en desventaja. Quigg traspuso las cuerdas todavía con más kilos que los que enseñó en la víspera, libras que en el boxeo se traducen a un golpeo más sólido para quien inclina la balanza a sus favor.
Por momentos daba la impresión de que las manos del sonorense no llegaban con la fuerza suficiente a la humanidad de quien cruzó el charco en calidad de retador, pese a todas las estrategias y recursos aplicados y derrochados para minar la condición del contrincante. Los derechazos en forma de volado de Quigg que se estrellaban en el rostro de Valdez, lastimaron el rostro del paisano a tal grado de provocarle una fractura en el octavo asalto que solo el pugilista y su esquina sabían que existía.
Pelear en esas condiciones lo exponía todavía más, pero Óscar interpuso el corazón y decidió jugársela consciente de que cada golpe que hiciera impacto en la zona dañada podía agudizar el problema.
Es casi seguro que el deseo del mexicano no era abandonar la contienda, porque otro equipo habría actuado de esa manera. Óscar decidió jugársela en esos últimos doce minutos de batalla porque sabía que las puntuaciones le favorecían. Pero el riesgo de magnificar la lesión estaba latente en cada uno de esos segundos.
Reducción. Yo no le encuentro una lógica de llevar a cabo un combate a 12 asaltos cuando ningún cinturón está de por medio. Los organismos mundiales modificaron hace varios años la ruta de una contienda titular reduciéndola a una docena de capítulos en lugar de los quince salvajes rounds que, en aquellos tiempos aceleraron el fin de la carrera de muchos grandes boxeadores.
En situaciones como esta de Valdez-Quigg en la que un pugilista sube al cuadrilátero con abismal diferencia de peso, debería concientizar a promotores a reducir el número de episodios para prevenir lesiones que tal vez pudieran aflorar en un futuro a corto plazo. Y eso lo entendería el aficionado, que pagaría su boleto sin objeción alguna por presenciar seis minutos menos de un combate sabiendo de los riesgos que existen.
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